jueves, 25 de octubre de 2007

La Partida



Bastaría con ser una sola vez en la vida

calculador y paciente,

bastaría con ser perseverante

una sola vez, ¡y

en una hora podría

cambiar mi destino!

Lo esencial es el carácter.

El Jugador

Fedor Dostoyevski

Fueron llegando de uno en uno. Serios. Callados. Con los atuendos de antes. Los caprichos de siempre.

Riki hizo su entrada primero: el mate en la mano, el termo debajo del brazo -como para que todos supieran que era uruguayo. Usó la llave que traía en el bolsillo derecho - lo que lo obligó a tener por un instante, el mate y el termo del mismo lado. Miró hacia los costados antes de entrar, por esa costumbre que le había quedado de antes, cuando entrar a ciertas horas en locales con cortina metálica podía ser peligroso. Recién entonces dobló su cintura y el metro ochenta y tres fue tragado por la oscuridad, desde la cabeza hasta el talón que se escapaba un poco del mocasín al doblarse el pie.

Cerró la puerta. Caminando a tientas con la seguridad de un ciego, encendió las luces. Observó la mesa que estaba tal cual la habían dejado desde el último encuentro. Sopló un poco para que volara el polvo y apoyó el termo y el mate. Se sentó a esperar. Sintió el frío en el culo por unos segundos y se puso a cebar.

El golpe en la puerta me obligó a girar la cabeza, sólo para convencerme de que era Walter quien llegaba.

Traía su boina roja de costado a la usanza del RegimientodeCaballeríaAerotransportada IV. -Ya nos tiene pelotudos a todos-. Miró guiñando un ojo -el derecho como siempre-, que es también su forma de saludar cuando viene muy concentrado y busca infundir cierto respeto. Levanté el mate a modo de brindis y le sonreí.

Riki ya llegó, siempre nos madruga a todos. Yo esperaba ser el primero por una vez. Además tenía que prepararme en forma especial y ahora no voy a poder.

La única luz que falta encender es la que ilumina la mesa y que cuelga justo en el centro. Vista desde arriba, cuando estoy parado, me llega apenas al mentón. Es raro ver a los demás sentados bajo el cono de luz que resalta las manos de los jugadores y anula sus caras y sus cabezas. Una vez se los dije y se rieron de mí.

Por eso da vueltas alrededor de la mesa, está jugando como siempre, a imaginarse los cuerpos sin rostros. Ahora me mira a mi nada más. Pero es como si estuvieran todos.

Los veo, camino lentamente con la mirada fija en el centro del artefacto, yo sé que los pongo nerviosos con esta manía, es una de las pocas armas efectivas para romper la concentración y tener alguna ventaja. La última vez me dejaron sin un mango.

En un momento más se abrirá otra vez la puerta. Por las risas son ellos: Agustina, Sebastián y Pablo. Ya estamos todos.

Cuando veo a Sebastián con la palangana verde y el termo de cinco litros, no puedo dejar de asombrarme. La vez anterior se pasó todo el juego con los pies en agua caliente para mantener mejor la concentración. Agustina, cada 15 minutos, le agregaba un poco más de líquido para que no se les enfriaran demasiado.

Bueno, es mejor que yo también muestre algo de asombro, por cierto es ocurrente esto de quedarse todo el tiempo con los pies en una palangana mientras una mina como Agustina te echa agua. Si fueras mía seguramente tendríamos misiones más excitantes. Hay veces en que no entiendo a las mujeres.

Pablo se ríe, pero no se divierte mucho. Es, lejos, el más serio de todos, con su juego de pipas, “porque todo buen fumador de pipas no tiene una sola”, nos llena el aire de olor a tabaco, pero me gusta, no es como el de los cigarrillos que últimamente vienen tan malos.

Estos dos siempre llegan primero. Cábala que le dicen, no entiendo para qué si después se van sin un peso en el bolsillo. El uru se debe haber tomado como cuatro termos en todo el día, a esta hora se nota que lo hace nada más que para molestarnos. Todos tenemos nuestras mañas con el mismo fin. No recuerdo quien fue el de la idea, el colorado o Hugo. El colo debe haber sido, era el más ocurrente de los siete.

Mientras Agustina prepara la palangana apago las luces del local. El recipiente devuelve, como otra ventana, un reflejo de la calle desde el suelo. Los fantasmas nos inundan: la vieja “rotaprint” -con el último original enganchado en el cilindro, que jamás tuvo el visto bueno de Hugo-, la boina roja, mi pipa, el termo bajo el brazo, la palangana verde, . Contraseñas para reconocernos desde lejos.

La palangana está lista. Sebastián se saca lentamente las zapatillas. Se rie. Ocupa su lugar en la mesa, los otros lo siguen. Menos yo, y él que allí en el rincón, detrás de la humareda, está recordando. Haciéndose pedazos -responsabilidades de jefe, que le dicen-. Mordiendo el humo que larga a grandes bocanadas de mal fumador.

Hasta que se siente, reparte las cartas a seis jugadores y de comienzo la

partida con todos presentes.

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