jueves, 25 de octubre de 2007

PERDIDOS


. Íbamos caminando con la bolsa de arpillera al hombro. Formábamos una fila india con José en la delantera. Me parece vernos todavía: entre los matorrales casi tan altos como nosotros; la hoz colgando displicente en la mano derecha, que a veces se alargaba truncando un cardo a la vera del camino, o al borde del zanjón.
. No íbamos demasiado lejos, hoy que lo veo a la distancia. Apenas a cien metros desaparecía la civilización y todo se alargaba en una vastedad de zinazinas, eucaliptos, retamas, cardos y más cardos, de todas las especies posibles, hasta esos que “la gente del centro venía a cortar para comer”. Y más allá, el tambo, el bañado, la quema, a la que íbamos a cazar pajaritos con las hondas. A buscar los barriletes que las “gillette” insertadas en un pedazo de caña y atadas a las colas de las cometas cortaban el piolín desatando la risa burlona de los más grandes: siempre era Osvaldo la víctima. Corríamos a buscarlos, en acto solidario, todos los que no teníamos barriletes ese día. Los que no queríamos arriesgarnos a perderlos en la guerra de los vientos.
. Todo estaba más allá: como la fosa de la tosquera, en la que se habrían ahogado más de dos y cada semana era uno distinto. Eso no impedía que fuéramos a nadar en verano en la temporada de lluvias, siempre con uno de los grandes como guía. , las imágenes me asaltan: camino a casa, voy haciendo alardes de cuanto estilo conociera en cada zambullida. Pozos que la lluvia convertía en charcos, en estanques, en piletones y que había que cruzar nadando para seguir el camino -potros mansos, honestos descalzos-.
. Los cardos caían como muñecos sin cabeza ante el golpe certero de la hoz. Nos internamos en la maraña de yuyos y nos arrodillamos desplegando la bolsa, para que recibiera cada manojo cortado a ras del suelo. Un poco cada vez. Un poco cada uno, tomábamos con la mano izquierda el pasto por la cintura y la desplazábamos por encima del filo, que con golpecitos suaves de la mano derecha lo desprendía de sus raíces dejando un valle “pelopincho” en medio de la espesura, liberando los jugos que teñían nuestras manos, que impregnaban de olores nuevos la hora de la tarde. No era el olor del pasto seco de la parva, en la que jugábamos a escondernos, sobre la que saltábamos desde el techo del galpón. No. Era el olor fresco, mezcla de aire y barro, de tierra y agua, de agua y aire.
. Un día, al cargar el pasto en la bolsa, nos dejamos olvidada la hoz en alguna parte. Volvimos más tarde -después de los retos consabidos-, y no la hallamos. Volvimos sobre nuestros pasos, una y otra vez. Nada. Allí estaba el valle de pirinchos que habíamos dejado en nuestra tarea, y nada. Allí estaban el zanjón y los cardos decapitados denunciando nuestros pasos, la travesía. Y nada.
. Nunca la hallamos. A partir de entonces cortamos el pasto con las manos, arrancando a tirones desde las raíces. Con la pala, más pesada, que no nos permitía decapitar cardos, y finalmente con la tijera de podar a la que había que ajustar la mariposa de tanto en tanto.
. El misterio de la hoz nunca pudimos descifrarlo, como el de tantas cosas perdidas en esa dimensión del tiempo, tan lejana desde los leños que se queman frente a mí, sentado con los brazos colgando. Perdido para siempre como la lágrima quieta, como la mirada infinita a través de la ventana.

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