-¡Trascola!
-¿Anteúltimo!
Ariel nos miró interrumpiendo el trazado del círculo, en la vereda de tierra, con la punta de una rama que había arrancado del árbol de Doña Ester. Aunque hubiera cantado ¡antepenúltimo! -suponiendo que hubiera conocido la existencia de tal palabra o, la posibilidad de semejante orden-, de todas maneras hubiese sido inútil, no éramos más de cuatro y el antepenúltimo, por esta vez, quería decir: primero.
Todavía se me aparece su figura esmirriada, los pantalones cortos por donde asomaban un par de patas flacas. La cara sucia y la nariz llena de mocos, que las mangas de las camisas nunca alcanzaban a limpiar. Su cara redonda y blanca, su mechón rebelde cubriéndole los ojos.
Se limitó a unir el trazo, finalizando donde había empezado, y a colocar el “bolón” en su centro. Después, lentamente, completó la figura, que se asemejaba a un renacuajo, y adornó la espina dorsal de colores variados.
Caminó hasta donde nos encontrábamos, con la cabeza gacha, la mano hurgando en el bolsillo la “punterita” que con tanta paciencia había “trabajado” contra el piso.
Dio media vuelta y arrojó la bolita dándole altura para que se clavara muy cerca del final de la cancha, justo allí donde ninguno de nosotros se atrevería a arriesgar.
Jugamos “corto”, apenas pasando la “mita” -otro peligro de quedar fuera de juego-, pero estacionándonos muy cerca uno de otro, formando un racimo, fácil presa de la buena puntería.
Se agachó, acuclillándose, en esa posición tan incómoda, que años más tarde sólo vería en las películas de Akira Kurosawa. Apuntó... y como siempre, fui el primero en irme. Para suerte, o desgracia, la bolita pasó la línea de foul, lo que le obligó a tirar hacia adelante: limpió toda la línea dejando nada más que el “gallito”. Entonces no le hizo falta que cantara un orden. El era el primero por regla de juego, yo había quedado como espectador y mis otros dos amigos no demostraron mucha voluntad de pelear la prioridad para una oportunidad que jamás llegaría.
Ariel se plantó con las piernas abiertas, el cuello estirado hacia adelante y la cabeza apenas doblada mirando el suelo. Cerró uno de sus ojos, elevó la mano que aprisionaba la “puntera” entre índice y pulgar, colocándola debajo del ojo abierto. Contuvo la respiración y entreabrió un poco la boca. Entonces se produjo aquello que todos esperábamos y temíamos: un chorro de mocos, denso comenzaba a salir de una de sus fosas nasales, descendiendo lentamente en esa eternidad en que todo nuestro universo se detenía. Como en cámara lenta, los dedos soltaban la presa que corría a estrellarse en el punto exacto, que expulsaba fuera del círculo el premio perseguido. Recién entonces, el hilo se replegaba desapareciendo de la vista y se producía aquel gesto de la cara ocultándose detrás del antebrazo fregando la nariz desde el codo hasta el puño.
Después de las bolitas, casi inmediatamente, mi vieja nos llamaba para tomar la leche (el recuerdo de “Piluso” me arranca una sonrisa). El se quedaba hasta que le insistíamos para que también viniera. Casi siempre se quedaba solo, practicando tiros desde “tres cuartas” que serían mortales para nuestras esperanzas de ganarle alguna vez. No recuerdo un solo día en que tuviera que irse llamado por su madre. Siempre, a la hora que fuera, lo encontrábamos allí, en la cancha, esperándonos. En cuclillas, la mirada fija en la distancia, calculando el tiro.
Es todo lo que puedo recordar de él. Sus silencios prolongados, sus palabras apenas delineadas, denunciando posiciones tomadas más que opiniones o comentarios. Pocas veces lo vi reírse. Y cuando lo hacía era por burlarse de alguien. Rey de sobrenombres y chanzas. “Insecto galerudo” como lo llamó Don Oscar aquella tarde. Supimos con el tiempo, que había estado en el “extranjero”. Por eso no sorprendió el llamado venido de tan lejos. Desde el centro del tiempo. De la etapa primordial “viscosidades y cáscaras de huevos” de un mundo de gestos.
Tardes de bolitas, de frío a la hora de la siesta, lejos del colegio.
Me quedé sentado mirando el piso, como si allí hubiese estado la respuesta. Dibujé con el taco del zapato un círculo perfecto e invoqué en forma de plegaria las palabras: ¡cola!... ¡trascola!...¡anteúltimo!






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