Era, tal vez, el cuento que más me gustaba de Borges. Cada vez que puedo, que sale el tema en alguna reunión, hago referencia a el. Lo había leído en la etapa que correspondió a la lectura de este autor, allí por mi primera adolescencia. Me remitió, sin querer, a las tardes apuradas, al tránsito frenético por la vereda de tu casa. No pude inhibir el recuerdo que se coló insolente, y te trajo sentada a horcajadas en el marco de la ventana: lija en mano, el pelo hecho dos trenzas deshilachadas, chistándome al pasar para que me detuviera. No se por qué no miraba ese día, como siempre, hacia tu puerta cerrada. A veces tenemos sueños que se van diluyendo, naturalizándose con lo imposible. “La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad”. Me detuve (llegaría tarde ese día), la lectura se instaló, cotidiana, en la conversación sin esfuerzo -en tu risa fácil, en tu boca mariposa, en tus ojos inquietos-. Estos “múltiples dioses me revelaron que tu nombre era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales)” te habrían de “rendir sacrificios y culto y que mágicamente animarían el fantasma soñado”. Libros de Arena, Ficciones como una galería de Seres Imaginarios acudían a la cita y un Aleph sobrevoló nuestras cabezas. ¿Cuántas tardes circulares siguieron a ésta? ¿Cuántos libros fueron citados, discutidos, reídos, creados, destruidos y vueltos a crear? Consagramos un plazo (que abarcó varias tardes) a descubrirnos “los arcanos del universo y el culto del fuego”. Con este pretexto fuimos prolongando las horas. Así como “nadie te vio desembarcar en la unánime noche”, dejaste, pocos días más tarde, el umbral de la ventana. Comprendí que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón. Mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Juré oliviar la enorme alucinación y busqué otro camino. Las raras veces que soñé durante este período, no reparé en los sueños. Hasta que al cabo de un tiempo que ciertos narradores de mi historia prefieren computar en años y otros en lustros, me despertaron tres “remeras” una noche: me hablaron de un hombre mágico, casi perfecto que con un sólo adjetivo es capaz de iluminar toda una frase. Recordé bruscamente las palabras. Recordé que de todas las criaturas que componen el orbe sólo algunos autores son capaces de materializar fantasmas. Este recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarme. Las añoranzas son como hijos que duermen un sueño tranquilo. A todo padre le interesan los hijos que ha procreado ( que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; “es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo”. El término de las cavilaciones fue brusco, por un instante pensé en refugiarme en el agua de algún río de acciones frenéticas, pero luego comprendí que el cuento venía a coronar mi vejez y absolverme de mis trabajos. Caminé contra los jirones de fuego. Estos no mordieron mis carne, éstos me acariciaron y me inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendí que yo también soy una apariencia que otro está soñando.
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