martes, 12 de junio de 2007

Ice Cream

El verano me gusta porque puedo atorarme de helados. Desgajarme, hasta quedar impregnado de dulce de leche -ese raro sortilegio producto del descuido-, quinotos al whisky, sambayón, alguna pizca de limón, y cerezas. Aprendí junto con Alejandro a prepararlos yo mismo cuando no había ocurrido esta explosión del comercio; cuando los niños todavía éramos niños con alguna inocencia. Años más tarde (muchos quizá) discutimos si el pistacho (alfóncigo, segunda acepción; árbol anarcadiáceo, resinoso, de unos tres metros de altura, de hojas compuestas, flores en maceta, y fruto drupáceo con una almendra pequeña de color verdoso, oleaginosa, dulce y comestible), era una esencia o no. Claro, no me creyó hasta que le llevé una bolsita comprada en un negocio vegetariano, por un peso.

Desde ese momento ya no fuimos los mismos, cada vez que le hacía una observación sobre algunos de los temas que él desconocía, ponía cara de no me importa, y cambiaba de conversación. Fue en uno de estos trances cuando conocimos a Ruth. Morena, de ojos inmensos, juguetones: siempre estaban saltando de aquí para allá; una nariz incisiva, apuntando a un norte imaginario -porque el norte era sólo el juego de la imaginación-; dientes blancos como perlas (como dientes de perro). Manos torneadas finamente por algún alfarero exquisito y, por supuesto, aquellos atributos que la hacían inolvidable. Comenzamos a salir los tres juntos -en realidad, albergábamos la esperanza de que alguno de los dos se fuera antes. Era divertido, visto a la distancia. Lo cierto es que a esta altura del relato es conveniente aclarar que estábamos perdidamente enamorados. Locos.

La competencia comenzó a ser feroz; ya les conté de mi afición por los helados, íbamos todos los días con un kilo cada uno y definíamos los sabores en un alarde de erudición gustativa. Así los simples quinotos al whisky, pasaron a ser: frutos de una planta dicotiledónea, de la familia de las rutáceas, de fruto ovoide, de unos dos centímetros de largo, de corteza dulce y pulpa agria, que se emplea en confituras. Dicho de esta manera significaba que el otro debía completar el ingrediente que faltaba, o continuar con algún otro gusto, lo que significaba poco menos que la derrota. La respuesta no se hacía esperar: embebidos en el producto de la fermentación de la avena y la cebada.

Lo cierto es que Ruth -luego nos percatamos- se engullía los kilos de helado entre risas y asombro. No faltaba la ocasión para pasar por su casa, subirla al auto, dar unas vueltas

(siempre los tres juntos) y tomar un helado. Medio kilo para ella, un cucurucho compartido para nosotros.

Todo ocurrió sin darnos cuenta, el kilo de helado se duplicó al poco tiempo, y después una vez más.

Ella parecía no percibirlo como nosotros. Sus caderas se fueron ensanchando, sus pómulos comenzaron a sobresalirse más allá de sus orejas. Las manos torneadas por algún exquisito alfarero fueron convirtiéndose en codeguines a punto de explotar. Sus dientes, blancos como perlas, adquirieron un tinte amarillento (como de vaca rumiante).

Nosotros observábamos los cambios con cierto disimulado desprecio y decidimos que esto no podía seguir así. Por eso hoy hemos traído un balde de helado de fruto de forma ovoide con pezón saliente en la base, corteza amarilla, pulpa amarillenta dividida en gajos, jugosa y de “sabor ácido agradable”.

1 comentario:

MARIANA COPELLO dijo...

Ja ja! me gustó la historia...