
Murmullos
Todo comenzó con aquel extraño ruido como un murmullo, detrás de la puerta. Éramos cinco: Fernanda, Miriam, Emanuel, Eugenia, y yo, que fui el primero en advertirlo. Reunión de amigos. Invierno. La casa cerrada porque nos habían dicho que desde hacía un tiempo el barrio no era tan seguro. Estábamos en uno de esos momentos en que la noche hace sentir que todo está por terminarse. Tenía ganas de salir, inundarme del fresco de la madrugada. A mi me gusta el fresco. Estaba en remera, cosa extraña porque había sido yo quién advirtió a los demás que era mejor no desabrigarse. Bueno; en realidad era el que tenía que llegar desde más lejos. Tal vez por eso decidí ponerme las botas. Cuando crucé el jardín, el rocío era como una lluvia muy tenue sobre mis espaldas. La casa se veía entre brumas. Miré por la ventana antes de tocar a la puerta, después de haber dado un rodeo, rasgando cada tanto una ventana, las paredes, haciendo el sonido de algún animal. Espiaba la reacción de los que estaban dentro con cierto placer. Finalmente decidí entrar. Vi las caras de sorpresa de todos ellos por este comportamiento. Entonces me contaron lo de la poca seguridad. Los asaltos a mano armada. Que incluso los asaltantes no eran totalmente extraños al vecindario, y más de uno era conocido por ellos, aunque más no fuera, de vista. Cuando se produjo el primer sonido nos miramos mutuamente. Fernanda preguntó si esperábamos a alguien más. Yo apenas pude encogerme de hombros, en ese gesto tan característico del que no sabe. Encendimos las luces del patio y del jardín y no vimos a nadie. Después del primer disco, en ese segundo de silencio entre tema y tema, ladró un perro. Nuestras voces callaron y Miriam corrió las cortinas otra vez: a ver si andaba alguien rondando. Entonces se oyó el primer sonido en la parte de atrás de la casa. Lamentamos no tener perro. Queriendo darnos más seguridad, Emanuel nos dijo que tenía una pistola que había sido del padre, y que por ser él el único varón de la familia, la había heredado. Fue a buscarla y la colocó sobre el hogar. No sé por qué, hasta yo me sentí más tranquilo. Para calmarnos
-a esta altura alguien dijo que estabamos poniéndonos paranoicos-, Eugenia comenzó a tocar el piano. Yo -que empezaba a aburrirme por la falta de acción- tenía ganas de irme y comencé a maldecir en voz baja por haber venido. Miriam estaba en un rincón, donde la luz de la lámpara de pie formaba un cono más intenso, dándole un aire raro mientras fumaba, sentada sobre la alfombra. Pensé en los momentos que habíamos pasado juntos. Hacía de esto algunos años, sin embargo estaba allí tan fresco en el recuerdo. No quise mirarla y fui a servirme la única bebida que no me causa acidez, entonces percibí nuevamente el sonido extraño cuando abrí la heladera. Volví a la sala sin decirles una palabra del fenómeno esta vez. Emanuel se había sentado al lado de Miriam bajo el cono de luz: le acariciaba el pelo, enredaba el dedo índice en la punta de algún mechón, le hablaba en voz baja. Eugenia seguía en el piano, Fernanda desafinaba como siempre. Quería irme pero no podía hacerlo ahora, la imagen de Miriam y Emanuel en el cono de la lámpara no me dejaría dormir.
Me puse a jugar con el revolver, mientras hacía que me calentaba las manos en el fuego que daban los troncos de quebracho colorado. El murmullo de Emanuel comenzó a crecer en mis oídos. La risa de Miriam -contenida, tal vez, porque suponía mis celos- hacía un contrapunto tan desafinado como el coro de Fernanda. Volví a servirme otra copa de mi bebida predilecta que tomé de un trago. Entonces tuve que ir a la cocina a buscar más porque, después de todo, estaba con amigos. Fue entonces que al abrir la heladera lo oí otra vez. Estaba seguro; el murmullo venía de afuera. O al menos de otro lado distinto de donde me encontraba. Esperé un momento mientras bebía un par de copas; no quería asustarlos otra vez y que se pusieran a mirar por las ventanas. Regresé junto a la estufa, ahora Emanuel había cruzado una pierna sobra las de ella, que cada tanto miraba de reojo hacia donde me encontraba. Les llevé dos copas a las sopranos, e intenté preguntarles si faltaba alguien. Fernanda, que apuraba la suya para seguir desafinando a tiempo, meneó la cabeza con un comprensible no. Fui hasta la puerta de entrada. La abrí, hacía frío. La puerta se cerró detrás de mí. El murmullo se escuchó más nítido aún. Entré y apagué las luces del jardín y las del patio trasero. Apagué después una de luces de la sala, lo que dio un clima más intimista. Sólo el cono de la lámpara de pie, que cobijaba dos cuerpos con las piernas entrelazadas, se recortaba nítido al otro extremo del salón. Caminé hasta la estufa otra vez, el frío de la noche se había depositado sobre mis hombros. Llené nuevamente mi copa, el murmullo se oía cada más cerca. Tomé el revolver y quité los seguros del gatillo y la recámara...






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