lunes, 3 de agosto de 2009
Temple y Espíritu
Esta serie de fotografías fueron creadas a parir del trabajo de un grupo de personas en la recuperación de una vieja fábrica de motores para barcos, hoy abandonada, donde buscarán montar proyectos autosustentables. He tratado de reflejar el temple y la tenacidad del espíritu de estos tesoneros. El complemento de las luces y las sombras, esperanza y tristeza.
lunes, 13 de julio de 2009
LA CENA
Sonó el teléfono muy temprano en la mañana. Casi en la penumbra del amanecer mi mano buscó, tanteando a ciegas, por la topografía de la habitación que empezaba a dibujarse más en la memoria que en la retina. Forcé como pude la voz para disimular el sueño y respondí:
-Hola.
El zumbido de la línea fue la única respuesta. Repetí: -¡Hola!- Silencio.
Cuando estaba por colgar, con la bronca de esa hora del día. Oí su voz.
-Veo que dormís todavía.
-No creo que veas tanto.
-Si, tenés puesto una remera apenas, sobre tu cuerpo, estás recostada sobre el lado derecho y, a ver, dejame correr un poco las sábanas; sí, es amarilla.
-Eso lo sabés porqué yo te lo conté alguna vez.
-No, yo te veo a través del tubo. También te observo cada noche, desde atrás del espejo, como te sacás los pantalones que bajan lentamente por tus caderas...
-Si seguís cuelgo.
-Bueno bueno, que humor. Tampoco soportás una broma.
-¿Sabés que hora es?
-Si. Siete y cuatro. Esperé durante media hora despierto para que fuera una hora redonda, y te llamé justo seis y cincuenta y nueve minutos. Calculando el tiempo de discado, el tiempo de comunicación, que te despertaras. Así y todo me sobraban catorce segundos.
-¿Por eso no contestabas?
-Precisely. So that all will be round. ¿Wi dine together?
-¿Cuándo?
-Today.
-Mmm, no se...
-I call you to the aftenoon, I say you wehre.
-Si, mejor.
-Arrivederci cara.
El sonido continuo del teléfono siguió golpeando, por unos segundos aún en su oído. Ya no pudo dormir y decidió levantarse aunque fuera demasiado temprano para ella que se quedaba hasta los últimos segundos posibles, tratando de vencer la obligación de cada día. Fue hasta el baño y abrió la ducha. No quiso desvestirse, como siempre, delante del espejo. Sólo cuando estuvo detrás de la mampara desapareció esa sensación de estar siendo observada. Pasaba el jabón sobre su cuerpo manteniendo ambas manos cerradas, como si las palmas pudieran revelar secretos o tuvieran ojos en su centro.
Hizo un esfuerzo por dejar de pensar, en un rapto de valentía salió desnuda al centro del cuarto: enfrentó al espejo, que le devolvió la imagen de ella con un gesto de preocupación que no conocía. En un acto de desafío a su conciencia fue vistiéndose lentamente, sintiendo la seda recorrer como una suave caricia su tobillos, pantorrillas, muslos y caderas. Abrió un poco sus piernas, como si fuera a montar a caballo, y cerró los ojos para percibir la tela como una mano cálida posándose sobre sus glúteos y vagina. Recién entonces abrió nuevamente los ojos. Miró al espejo con total desprecio, y una mueca le torció la boca.
Terminó de vestirse de espaldas a su propio reflejo, recorriendo la habitación a paso seguro. Se instaló por última vez frente a sí misma y delineó sus labios rojos con la paciencia de un artista que da a su obra los últimos toques. Recién entonces salió a la calle a enfrentar su día.
A las once treinta - pensó que no era una hora redonda -, sonó el teléfono y volvió a escuchar la voz de El.
-Come estai, sono io. Mi aspetavi siccuramente.
-Si. Decidiste que querés hacer.
-Ti lo o detto questa mattina. Voglio cenare con te.
-¿Donde?
-Io ti cerquero al laboro. Fra le sei. ¿Va bene?
-Va bene.
-See you later.
Almorzó poco al mediodía. Irritada, presionaba desproporcionadamente la comida entre los dientes. Odiaba, si, estaba segura. Sentía vergüenza ajena cada vez que lo escuchaba hablar, como si supiera, en otro idioma.
A las cinco menos cinco se dirigió al baño y revisó minuciosamente su cartera en busca del sobre de “uvasal” que había preparado espacialmente par después de la cena. Se tranquilizó cuando supo que no lo había olvidado.
A las seis -hora redonda-, sonó el timbre y atendió ella misma, como siempre a esa hora de la tarde. Lo hizo pasar y espararla en la sala destinada a los clientes importantes. Lo miró desde el otro lado del “blindex” y le arrojó un beso en la punta de los dedos. El sonrió con aire de suficiencia. Después de veinte minutos ella anunció que estaba lista para salir. Recién entonces la saludó con un beso.
Bajaron los once pisos apretados en el ascensor que respiraba perfumes diversos. Estaban parados frente a frente y el le recorría cada centímetro del rostro detenidamente, sonrío al llegar a sus boca, delineada y roja como una cereza. Bajó por el cuello hasta el botón de la camisa que apenas dejaba ver la hendidura que formaban el comienzo de sus senos. El timbre de apertura de las puertas de ascensor lo sacó del estado de contemplación en que se encontraba. Un racimo de personas se dispersó delante de ellos que parecían no tener prisa.
Bajaron un piso más hasta el estacionamiento. El aire agrio de los escapes de los autos les hizo apurar el paso.
Dentro del habitáculo se respiraba el aroma de pinos que ella ya conocía. El código de silencios de esa hora de la tarde, era un juego al que se tenían acostumbrados. El sólo sonreiría de aquí en más, hasta que, por vaya a saber que raro sortilegio, comenzara a hablar en alguno de los tres idiomas en que era capaz.
Dieron algunas vueltas intentando evadir el embotellamiento de tránsito acostumbrado, pero fue inútil. Ingresaron al restaurante de Puerto Madero -el que correspondía a ese día, según él-. El mozo se les acercó solícito, para indicarles el lugar que tenían reservados. Sin necesidad de ninguna palabra; hasta ese momento él se había conducido con el código de inclinaciones de cabeza, sonrisas diversas, e indicaciones de manos pertinentes, para hacerse entender -esperaron que les sirvieran los tragos que había acordado en el menú general.
Ella se sentó y comenzó a pasear su mirada por los techos de los viejos galpones refaccionados, mientras los ojos de él seguían recorriéndola desde el punto preciso en que se había interrumpido el escrutinio en el ascensor.
El mozo dejó sobre la mesa las dos copas, mientras ellos seguían con la vista fija el uno en el otro, como dos amantes que se encuentran por fin después de tanto tiempo y no tuvieran un sólo segundo que perder.
El juego de las miradas continuó, por parte de él, hasta la cintura que, desde la posición en que se encontraba -codos sobre la mesa, y el mentón apoyado en las manos-, era todo lo que podía ver.
Ella pensó que era el momento indicado para levantarse e ir “a empolvarse la nariz”. Tomó la servilleta y se secó los labios, dejando la marca perfecta de su boca dibujada en ella.
El seguía cada movimiento previo. Los labios húmedos. La boca entreabriéndose. Contuvo la respiración. La vio levantarse, girar sobre la punta de sus pies y recorrió la espalda hasta depositarse sobre sus caderas, que como una luna nueva, le regalaban dos caras luminosas.
Tomó la servilleta de ella y la apoyó sobre la suya, haciendo presión hasta lograr traspasar la marca de los labios de una a otra. Entonces las cambió.
Desplegó el lienzo blanco frente a sus ojos, y la desplegó sobre sus piernas calculando que la boca quedara sobre los genitales. Esperó.
Ella volvió con el cabello más ondulado y el sobre de “Uvasal” jugueteando entre sus dedos.
Fueron llegando los platos uno tras otro a su turno cuando, a los postres, ella rasgó el sobre de sales digestivas y lo colocó en el vaso de su compañero. Luego, abriendo la cartera sacó otro y lo colocó en el suyo.
El postre de gelatina temblaba en el tránsito hasta ser tragado. Una parte, como una gota colgaba de la comisura de los labios y a él se le antojó una gota de semen. Entonces levantó la vista rompiendo el ritmo lento de todos sus movimientos y pudo percibir un impulso eléctrico que tensó todo su cuerpo.
Ella le acercó su propia copa para que él bebiera. Sonrió con los ojos y los labios se curvaron en una mueca rara.
Antes del café fue él quién se levantó y ella lo vio irse tambaleante hasta los sanitarios. Sabía que el código de silencios que había impuesto no le permitiría dar explicaciones. Entonces, cuando ya no pudo verlo, se levantó y se dirigió hasta la puerta. El mozo la vio pasar sola y no atinó a preguntarle nada. Ella continuó sin mirar atrás. Sólo una calcomanía en la puerta de entrada la distrajo por un instante y sonrió al leer la fras: Save the planet.
Sonó el teléfono muy temprano en la mañana. Casi en la penumbra del amanecer mi mano buscó, tanteando a ciegas, por la topografía de la habitación que empezaba a dibujarse más en la memoria que en la retina. Forcé como pude la voz para disimular el sueño y respondí:
-Hola.
El zumbido de la línea fue la única respuesta. Repetí: -¡Hola!- Silencio.
Cuando estaba por colgar, con la bronca de esa hora del día. Oí su voz.
-Veo que dormís todavía.
-No creo que veas tanto.
-Si, tenés puesto una remera apenas, sobre tu cuerpo, estás recostada sobre el lado derecho y, a ver, dejame correr un poco las sábanas; sí, es amarilla.
-Eso lo sabés porqué yo te lo conté alguna vez.
-No, yo te veo a través del tubo. También te observo cada noche, desde atrás del espejo, como te sacás los pantalones que bajan lentamente por tus caderas...
-Si seguís cuelgo.
-Bueno bueno, que humor. Tampoco soportás una broma.
-¿Sabés que hora es?
-Si. Siete y cuatro. Esperé durante media hora despierto para que fuera una hora redonda, y te llamé justo seis y cincuenta y nueve minutos. Calculando el tiempo de discado, el tiempo de comunicación, que te despertaras. Así y todo me sobraban catorce segundos.
-¿Por eso no contestabas?
-Precisely. So that all will be round. ¿Wi dine together?
-¿Cuándo?
-Today.
-Mmm, no se...
-I call you to the aftenoon, I say you wehre.
-Si, mejor.
-Arrivederci cara.
El sonido continuo del teléfono siguió golpeando, por unos segundos aún en su oído. Ya no pudo dormir y decidió levantarse aunque fuera demasiado temprano para ella que se quedaba hasta los últimos segundos posibles, tratando de vencer la obligación de cada día. Fue hasta el baño y abrió la ducha. No quiso desvestirse, como siempre, delante del espejo. Sólo cuando estuvo detrás de la mampara desapareció esa sensación de estar siendo observada. Pasaba el jabón sobre su cuerpo manteniendo ambas manos cerradas, como si las palmas pudieran revelar secretos o tuvieran ojos en su centro.
Hizo un esfuerzo por dejar de pensar, en un rapto de valentía salió desnuda al centro del cuarto: enfrentó al espejo, que le devolvió la imagen de ella con un gesto de preocupación que no conocía. En un acto de desafío a su conciencia fue vistiéndose lentamente, sintiendo la seda recorrer como una suave caricia su tobillos, pantorrillas, muslos y caderas. Abrió un poco sus piernas, como si fuera a montar a caballo, y cerró los ojos para percibir la tela como una mano cálida posándose sobre sus glúteos y vagina. Recién entonces abrió nuevamente los ojos. Miró al espejo con total desprecio, y una mueca le torció la boca.
Terminó de vestirse de espaldas a su propio reflejo, recorriendo la habitación a paso seguro. Se instaló por última vez frente a sí misma y delineó sus labios rojos con la paciencia de un artista que da a su obra los últimos toques. Recién entonces salió a la calle a enfrentar su día.
A las once treinta - pensó que no era una hora redonda -, sonó el teléfono y volvió a escuchar la voz de El.
-Come estai, sono io. Mi aspetavi siccuramente.
-Si. Decidiste que querés hacer.
-Ti lo o detto questa mattina. Voglio cenare con te.
-¿Donde?
-Io ti cerquero al laboro. Fra le sei. ¿Va bene?
-Va bene.
-See you later.
Almorzó poco al mediodía. Irritada, presionaba desproporcionadamente la comida entre los dientes. Odiaba, si, estaba segura. Sentía vergüenza ajena cada vez que lo escuchaba hablar, como si supiera, en otro idioma.
A las cinco menos cinco se dirigió al baño y revisó minuciosamente su cartera en busca del sobre de “uvasal” que había preparado espacialmente par después de la cena. Se tranquilizó cuando supo que no lo había olvidado.
A las seis -hora redonda-, sonó el timbre y atendió ella misma, como siempre a esa hora de la tarde. Lo hizo pasar y espararla en la sala destinada a los clientes importantes. Lo miró desde el otro lado del “blindex” y le arrojó un beso en la punta de los dedos. El sonrió con aire de suficiencia. Después de veinte minutos ella anunció que estaba lista para salir. Recién entonces la saludó con un beso.
Bajaron los once pisos apretados en el ascensor que respiraba perfumes diversos. Estaban parados frente a frente y el le recorría cada centímetro del rostro detenidamente, sonrío al llegar a sus boca, delineada y roja como una cereza. Bajó por el cuello hasta el botón de la camisa que apenas dejaba ver la hendidura que formaban el comienzo de sus senos. El timbre de apertura de las puertas de ascensor lo sacó del estado de contemplación en que se encontraba. Un racimo de personas se dispersó delante de ellos que parecían no tener prisa.
Bajaron un piso más hasta el estacionamiento. El aire agrio de los escapes de los autos les hizo apurar el paso.
Dentro del habitáculo se respiraba el aroma de pinos que ella ya conocía. El código de silencios de esa hora de la tarde, era un juego al que se tenían acostumbrados. El sólo sonreiría de aquí en más, hasta que, por vaya a saber que raro sortilegio, comenzara a hablar en alguno de los tres idiomas en que era capaz.
Dieron algunas vueltas intentando evadir el embotellamiento de tránsito acostumbrado, pero fue inútil. Ingresaron al restaurante de Puerto Madero -el que correspondía a ese día, según él-. El mozo se les acercó solícito, para indicarles el lugar que tenían reservados. Sin necesidad de ninguna palabra; hasta ese momento él se había conducido con el código de inclinaciones de cabeza, sonrisas diversas, e indicaciones de manos pertinentes, para hacerse entender -esperaron que les sirvieran los tragos que había acordado en el menú general.
Ella se sentó y comenzó a pasear su mirada por los techos de los viejos galpones refaccionados, mientras los ojos de él seguían recorriéndola desde el punto preciso en que se había interrumpido el escrutinio en el ascensor.
El mozo dejó sobre la mesa las dos copas, mientras ellos seguían con la vista fija el uno en el otro, como dos amantes que se encuentran por fin después de tanto tiempo y no tuvieran un sólo segundo que perder.
El juego de las miradas continuó, por parte de él, hasta la cintura que, desde la posición en que se encontraba -codos sobre la mesa, y el mentón apoyado en las manos-, era todo lo que podía ver.
Ella pensó que era el momento indicado para levantarse e ir “a empolvarse la nariz”. Tomó la servilleta y se secó los labios, dejando la marca perfecta de su boca dibujada en ella.
El seguía cada movimiento previo. Los labios húmedos. La boca entreabriéndose. Contuvo la respiración. La vio levantarse, girar sobre la punta de sus pies y recorrió la espalda hasta depositarse sobre sus caderas, que como una luna nueva, le regalaban dos caras luminosas.
Tomó la servilleta de ella y la apoyó sobre la suya, haciendo presión hasta lograr traspasar la marca de los labios de una a otra. Entonces las cambió.
Desplegó el lienzo blanco frente a sus ojos, y la desplegó sobre sus piernas calculando que la boca quedara sobre los genitales. Esperó.
Ella volvió con el cabello más ondulado y el sobre de “Uvasal” jugueteando entre sus dedos.
Fueron llegando los platos uno tras otro a su turno cuando, a los postres, ella rasgó el sobre de sales digestivas y lo colocó en el vaso de su compañero. Luego, abriendo la cartera sacó otro y lo colocó en el suyo.
El postre de gelatina temblaba en el tránsito hasta ser tragado. Una parte, como una gota colgaba de la comisura de los labios y a él se le antojó una gota de semen. Entonces levantó la vista rompiendo el ritmo lento de todos sus movimientos y pudo percibir un impulso eléctrico que tensó todo su cuerpo.
Ella le acercó su propia copa para que él bebiera. Sonrió con los ojos y los labios se curvaron en una mueca rara.
Antes del café fue él quién se levantó y ella lo vio irse tambaleante hasta los sanitarios. Sabía que el código de silencios que había impuesto no le permitiría dar explicaciones. Entonces, cuando ya no pudo verlo, se levantó y se dirigió hasta la puerta. El mozo la vio pasar sola y no atinó a preguntarle nada. Ella continuó sin mirar atrás. Sólo una calcomanía en la puerta de entrada la distrajo por un instante y sonrió al leer la fras: Save the planet.
sábado, 11 de julio de 2009
Y un Día Volvieron los Cuentos
Fuga
Dejó que el coche llegara por su propia inercia hasta la barrera baja. La punta del capot se introducía apenas debajo del tirante de madera pintado de rojo y blanco. Sus ojos, siempre al frente, miraban sin ver. Ensimismado. Ausente. Lejano. Desterrado. Expatriado. Sólo unos pocos metros más, pensó. Se detuvo en esta contradicción del lenguaje: pocos metros - más -¿adverbio de cantidad?. No le importaba demasiado. No tenía importancia en realidad. Era otro fuga -otra-, como esta del pensamiento repensando cada palabra, aparentemente, cuando lo que se intenta no es más que no pensar ni siquiera en lo que se está pensando. Hoy, como nunca antes quería, deseaba, añoraba, codiciaba, ansiaba, ambicionaba, esperaba, apetecía -buen ejercicio, tendría que buscar qué otros posibles sinónimos había para reemplazar-expresar esta sensación suya. ¿Vacuidad suya, dijo? Angustia. Desazón más bien. ¿Cuándo había comenzado? ¿Cómo? Rió, con esa mueca triste de otros tiempos. Tiempo: período, lapso, etapa, ciclo. Tiempo: tiempo frío, tiempo que sigue al parto, tiempo heroico, tiempos inmemoriales, tiempos primitivos. ¡Este me gustó! - ladeó la cabeza, en un gesto clásico de aceptación y de encuentro. Espacio... La barrera comenzó a levantarse. Puso primera. Apretó un poco el acelerador, el auto apenas se movía en ese andar cansino, desolado. Seguía riéndose, cada frase suya había sido nada más que un juego de la razón, un chiste conque había decidido crear imágenes substitutivas: “En el pensamiento obra una observación, una condensación con formación substitutiva. Por ejemplo produciendo una palabra imagen mixta, incompresible en sí misma, pero que enseguida se entiende y se discierne como provista de sentido en el contexto en que se encuentra”. Se rió de Freud riéndose de sí mismo.
Inevitablemente en esta tarde el pensamiento no podía estacionarse, no encontraba ninguna barrera. A pesar de esta digresión constante, de esta fuga en el tiempo. No podía dejar de tener la imagen latente, el rostro espigado, los ojos negros -como dos perlas negras son tus ojos.
Sólo unos metros más: el giro a la derecha, el hueco junto al cordón, la puerta el timbre el beso...
Y Más Cuentos
LA ISLA DE ROBINSON
Era como un payaso de triste, o de alegre según se mire, lo conocimos de causalidad porque coincidimos en la búsqueda de aquel lugar nocturno al que, como mariposas, nos vimos atraídos por las luces, incomprensible misterio que quemaba nuestras alas. Nacido en alguna frontera lejana. En una época indefinida. De padres desconocidos, lo llamamos Jueves (como el personaje de la novela, pero un día menos), porque siempre quedaba en medio de situaciones conflictivas: triángulos amorosos, amistades peligrosas, trabajos simultáneos que lo obligaban a re-partirse con gran desgaste de energía, que por otra parte no le sobraban.
De carácter hosco, reservado, sólo parecía sentirse a gusto cuando oía música con los auriculares puestos, los ojos cerrados, ausente, distante. Sospechábamos una gran pena, dolor o como quiera que se llame a eso que nos pasa cuando se nos abre una herida como una acequia, que no riega, sino que apenas drena un líquido viscoso hacia el recuerdo. Solía bailar una danza solitaria y triste que llamaba, la danza del borracho. Danza popular griega, había dicho. Nunca supimos si era cierto. Comenzaba con los brazos en alto, chasqueando los dedos. Dos pasos abriendo el pie derecho: un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco. Círculo. Avance y retroceso: salto. Alguien colocaba siempre un vaso con vino en el suelo, que él levantaba con los dientes, sin tocarlo con las manos, bebía ávidamente su contenido, y era luego la base sobre el que giraba apoyado en su pie derecho, con un equilibrio inestable. Daba gusto verlo en ese mundo suyo, inaccesible. Regresaba de el con ganas de hablar, o de decir cosas - que no siempre es lo mismo.
Fue después de uno de esos momentos, si mal no recuerdo, cuando sacó la botella de cognac del armario -porque el buen cognac necesita la penumbra, como el amor, dijo-, y comenzó a servir en nuestras copas. En silencio. Dejó que cada uno hiciera según su parecer. Todos bebieron desaprensivamente. Menos yo. Recuerdo haber cubierto mi copa con la mano en señal de negación porque estaba tomando vino blanco y no quería mezclar, cuando nos refirió la historia:
-- Hace veinte años que guardo esta botella. Hoy la sirvo con ustedes.
-- Buen tiempo -creo haber dicho.
-- Es la que dejó mi viejo al morir -contestó.
Entonces extendí mi brazo para que sirviera mi copa también.
Su voz se hizo susurro para contar anécdotas. La noche, casi mañana.
-- Tanto me reía con él que nunca pensé que se moriría de puro fracaso. De tanta derrota - Dijo, para quedarse callado como siempre.
Después de aquella noche nunca volvimos a verlo.
Prefiero imaginar que está en alguna parte cerca de las montañas y el mar. Vestido eternamente con un jardinero azul -porque azul no tiene domingo-. Descalzo, caminando por la playa con el agua hasta los tobillos, mientras un setter irlandés corre a su lado. La mirada perdida en el horizonte. Triste de heridas como acequias, o, tal vez, esté bailando su danza haciendo equilibrio sobre un vaso en otro lugar distante: los brazos en alto chasqueando los dedos. Un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco... Giro… Salto…
Era como un payaso de triste, o de alegre según se mire, lo conocimos de causalidad porque coincidimos en la búsqueda de aquel lugar nocturno al que, como mariposas, nos vimos atraídos por las luces, incomprensible misterio que quemaba nuestras alas. Nacido en alguna frontera lejana. En una época indefinida. De padres desconocidos, lo llamamos Jueves (como el personaje de la novela, pero un día menos), porque siempre quedaba en medio de situaciones conflictivas: triángulos amorosos, amistades peligrosas, trabajos simultáneos que lo obligaban a re-partirse con gran desgaste de energía, que por otra parte no le sobraban.
De carácter hosco, reservado, sólo parecía sentirse a gusto cuando oía música con los auriculares puestos, los ojos cerrados, ausente, distante. Sospechábamos una gran pena, dolor o como quiera que se llame a eso que nos pasa cuando se nos abre una herida como una acequia, que no riega, sino que apenas drena un líquido viscoso hacia el recuerdo. Solía bailar una danza solitaria y triste que llamaba, la danza del borracho. Danza popular griega, había dicho. Nunca supimos si era cierto. Comenzaba con los brazos en alto, chasqueando los dedos. Dos pasos abriendo el pie derecho: un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco. Círculo. Avance y retroceso: salto. Alguien colocaba siempre un vaso con vino en el suelo, que él levantaba con los dientes, sin tocarlo con las manos, bebía ávidamente su contenido, y era luego la base sobre el que giraba apoyado en su pie derecho, con un equilibrio inestable. Daba gusto verlo en ese mundo suyo, inaccesible. Regresaba de el con ganas de hablar, o de decir cosas - que no siempre es lo mismo.
Fue después de uno de esos momentos, si mal no recuerdo, cuando sacó la botella de cognac del armario -porque el buen cognac necesita la penumbra, como el amor, dijo-, y comenzó a servir en nuestras copas. En silencio. Dejó que cada uno hiciera según su parecer. Todos bebieron desaprensivamente. Menos yo. Recuerdo haber cubierto mi copa con la mano en señal de negación porque estaba tomando vino blanco y no quería mezclar, cuando nos refirió la historia:
-- Hace veinte años que guardo esta botella. Hoy la sirvo con ustedes.
-- Buen tiempo -creo haber dicho.
-- Es la que dejó mi viejo al morir -contestó.
Entonces extendí mi brazo para que sirviera mi copa también.
Su voz se hizo susurro para contar anécdotas. La noche, casi mañana.
-- Tanto me reía con él que nunca pensé que se moriría de puro fracaso. De tanta derrota - Dijo, para quedarse callado como siempre.
Después de aquella noche nunca volvimos a verlo.
Prefiero imaginar que está en alguna parte cerca de las montañas y el mar. Vestido eternamente con un jardinero azul -porque azul no tiene domingo-. Descalzo, caminando por la playa con el agua hasta los tobillos, mientras un setter irlandés corre a su lado. La mirada perdida en el horizonte. Triste de heridas como acequias, o, tal vez, esté bailando su danza haciendo equilibrio sobre un vaso en otro lugar distante: los brazos en alto chasqueando los dedos. Un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco... Giro… Salto…
domingo, 29 de marzo de 2009
martes, 3 de marzo de 2009
domingo, 22 de febrero de 2009
lunes, 15 de diciembre de 2008
Medallas 2008
sábado, 1 de noviembre de 2008
Bosquejos.
Este es mi primer libro editado en Internet . Se puede adquirir en el siguiente enlace: www.bubok.com/libros/4630/BOSQUEJOS----Formas-incipientes
Ahora también en Argentina, ya está la edición impresa, no tienen más que pedirla por mail y la enviamos a todo el país por $30, con los gastos de correo incluido. Para el pago, consultar por mail. Más información en: http://duquedesanblas.blogspot.com
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miércoles, 22 de octubre de 2008
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