lunes, 13 de julio de 2009

LA CENA


Sonó el teléfono muy temprano en la mañana. Casi en la penumbra del amanecer mi mano buscó, tanteando a ciegas, por la topografía de la habitación que empezaba a dibujarse más en la memoria que en la retina. Forcé como pude la voz para disimular el sueño y respondí:
-Hola.
El zumbido de la línea fue la única respuesta. Repetí: -¡Hola!- Silencio.
Cuando estaba por colgar, con la bronca de esa hora del día. Oí su voz.
-Veo que dormís todavía.
-No creo que veas tanto.
-Si, tenés puesto una remera apenas, sobre tu cuerpo, estás recostada sobre el lado derecho y, a ver, dejame correr un poco las sábanas; sí, es amarilla.
-Eso lo sabés porqué yo te lo conté alguna vez.
-No, yo te veo a través del tubo. También te observo cada noche, desde atrás del espejo, como te sacás los pantalones que bajan lentamente por tus caderas...
-Si seguís cuelgo.
-Bueno bueno, que humor. Tampoco soportás una broma.
-¿Sabés que hora es?
-Si. Siete y cuatro. Esperé durante media hora despierto para que fuera una hora redonda, y te llamé justo seis y cincuenta y nueve minutos. Calculando el tiempo de discado, el tiempo de comunicación, que te despertaras. Así y todo me sobraban catorce segundos.
-¿Por eso no contestabas?
-Precisely. So that all will be round. ¿Wi dine together?
-¿Cuándo?
-Today.
-Mmm, no se...
-I call you to the aftenoon, I say you wehre.
-Si, mejor.
-Arrivederci cara.
El sonido continuo del teléfono siguió golpeando, por unos segundos aún en su oído. Ya no pudo dormir y decidió levantarse aunque fuera demasiado temprano para ella que se quedaba hasta los últimos segundos posibles, tratando de vencer la obligación de cada día. Fue hasta el baño y abrió la ducha. No quiso desvestirse, como siempre, delante del espejo. Sólo cuando estuvo detrás de la mampara desapareció esa sensación de estar siendo observada. Pasaba el jabón sobre su cuerpo manteniendo ambas manos cerradas, como si las palmas pudieran revelar secretos o tuvieran ojos en su centro.
Hizo un esfuerzo por dejar de pensar, en un rapto de valentía salió desnuda al centro del cuarto: enfrentó al espejo, que le devolvió la imagen de ella con un gesto de preocupación que no conocía. En un acto de desafío a su conciencia fue vistiéndose lentamente, sintiendo la seda recorrer como una suave caricia su tobillos, pantorrillas, muslos y caderas. Abrió un poco sus piernas, como si fuera a montar a caballo, y cerró los ojos para percibir la tela como una mano cálida posándose sobre sus glúteos y vagina. Recién entonces abrió nuevamente los ojos. Miró al espejo con total desprecio, y una mueca le torció la boca.
Terminó de vestirse de espaldas a su propio reflejo, recorriendo la habitación a paso seguro. Se instaló por última vez frente a sí misma y delineó sus labios rojos con la paciencia de un artista que da a su obra los últimos toques. Recién entonces salió a la calle a enfrentar su día.
A las once treinta - pensó que no era una hora redonda -, sonó el teléfono y volvió a escuchar la voz de El.
-Come estai, sono io. Mi aspetavi siccuramente.
-Si. Decidiste que querés hacer.
-Ti lo o detto questa mattina. Voglio cenare con te.
-¿Donde?
-Io ti cerquero al laboro. Fra le sei. ¿Va bene?
-Va bene.
-See you later.
Almorzó poco al mediodía. Irritada, presionaba desproporcionadamente la comida entre los dientes. Odiaba, si, estaba segura. Sentía vergüenza ajena cada vez que lo escuchaba hablar, como si supiera, en otro idioma.
A las cinco menos cinco se dirigió al baño y revisó minuciosamente su cartera en busca del sobre de “uvasal” que había preparado espacialmente par después de la cena. Se tranquilizó cuando supo que no lo había olvidado.
A las seis -hora redonda-, sonó el timbre y atendió ella misma, como siempre a esa hora de la tarde. Lo hizo pasar y espararla en la sala destinada a los clientes importantes. Lo miró desde el otro lado del “blindex” y le arrojó un beso en la punta de los dedos. El sonrió con aire de suficiencia. Después de veinte minutos ella anunció que estaba lista para salir. Recién entonces la saludó con un beso.
Bajaron los once pisos apretados en el ascensor que respiraba perfumes diversos. Estaban parados frente a frente y el le recorría cada centímetro del rostro detenidamente, sonrío al llegar a sus boca, delineada y roja como una cereza. Bajó por el cuello hasta el botón de la camisa que apenas dejaba ver la hendidura que formaban el comienzo de sus senos. El timbre de apertura de las puertas de ascensor lo sacó del estado de contemplación en que se encontraba. Un racimo de personas se dispersó delante de ellos que parecían no tener prisa.
Bajaron un piso más hasta el estacionamiento. El aire agrio de los escapes de los autos les hizo apurar el paso.
Dentro del habitáculo se respiraba el aroma de pinos que ella ya conocía. El código de silencios de esa hora de la tarde, era un juego al que se tenían acostumbrados. El sólo sonreiría de aquí en más, hasta que, por vaya a saber que raro sortilegio, comenzara a hablar en alguno de los tres idiomas en que era capaz.
Dieron algunas vueltas intentando evadir el embotellamiento de tránsito acostumbrado, pero fue inútil. Ingresaron al restaurante de Puerto Madero -el que correspondía a ese día, según él-. El mozo se les acercó solícito, para indicarles el lugar que tenían reservados. Sin necesidad de ninguna palabra; hasta ese momento él se había conducido con el código de inclinaciones de cabeza, sonrisas diversas, e indicaciones de manos pertinentes, para hacerse entender -esperaron que les sirvieran los tragos que había acordado en el menú general.
Ella se sentó y comenzó a pasear su mirada por los techos de los viejos galpones refaccionados, mientras los ojos de él seguían recorriéndola desde el punto preciso en que se había interrumpido el escrutinio en el ascensor.
El mozo dejó sobre la mesa las dos copas, mientras ellos seguían con la vista fija el uno en el otro, como dos amantes que se encuentran por fin después de tanto tiempo y no tuvieran un sólo segundo que perder.
El juego de las miradas continuó, por parte de él, hasta la cintura que, desde la posición en que se encontraba -codos sobre la mesa, y el mentón apoyado en las manos-, era todo lo que podía ver.
Ella pensó que era el momento indicado para levantarse e ir “a empolvarse la nariz”. Tomó la servilleta y se secó los labios, dejando la marca perfecta de su boca dibujada en ella.
El seguía cada movimiento previo. Los labios húmedos. La boca entreabriéndose. Contuvo la respiración. La vio levantarse, girar sobre la punta de sus pies y recorrió la espalda hasta depositarse sobre sus caderas, que como una luna nueva, le regalaban dos caras luminosas.
Tomó la servilleta de ella y la apoyó sobre la suya, haciendo presión hasta lograr traspasar la marca de los labios de una a otra. Entonces las cambió.
Desplegó el lienzo blanco frente a sus ojos, y la desplegó sobre sus piernas calculando que la boca quedara sobre los genitales. Esperó.
Ella volvió con el cabello más ondulado y el sobre de “Uvasal” jugueteando entre sus dedos.
Fueron llegando los platos uno tras otro a su turno cuando, a los postres, ella rasgó el sobre de sales digestivas y lo colocó en el vaso de su compañero. Luego, abriendo la cartera sacó otro y lo colocó en el suyo.
El postre de gelatina temblaba en el tránsito hasta ser tragado. Una parte, como una gota colgaba de la comisura de los labios y a él se le antojó una gota de semen. Entonces levantó la vista rompiendo el ritmo lento de todos sus movimientos y pudo percibir un impulso eléctrico que tensó todo su cuerpo.
Ella le acercó su propia copa para que él bebiera. Sonrió con los ojos y los labios se curvaron en una mueca rara.
Antes del café fue él quién se levantó y ella lo vio irse tambaleante hasta los sanitarios. Sabía que el código de silencios que había impuesto no le permitiría dar explicaciones. Entonces, cuando ya no pudo verlo, se levantó y se dirigió hasta la puerta. El mozo la vio pasar sola y no atinó a preguntarle nada. Ella continuó sin mirar atrás. Sólo una calcomanía en la puerta de entrada la distrajo por un instante y sonrió al leer la fras: Save the planet.


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