LA ISLA DE ROBINSON
Era como un payaso de triste, o de alegre según se mire, lo conocimos de causalidad porque coincidimos en la búsqueda de aquel lugar nocturno al que, como mariposas, nos vimos atraídos por las luces, incomprensible misterio que quemaba nuestras alas. Nacido en alguna frontera lejana. En una época indefinida. De padres desconocidos, lo llamamos Jueves (como el personaje de la novela, pero un día menos), porque siempre quedaba en medio de situaciones conflictivas: triángulos amorosos, amistades peligrosas, trabajos simultáneos que lo obligaban a re-partirse con gran desgaste de energía, que por otra parte no le sobraban.
De carácter hosco, reservado, sólo parecía sentirse a gusto cuando oía música con los auriculares puestos, los ojos cerrados, ausente, distante. Sospechábamos una gran pena, dolor o como quiera que se llame a eso que nos pasa cuando se nos abre una herida como una acequia, que no riega, sino que apenas drena un líquido viscoso hacia el recuerdo. Solía bailar una danza solitaria y triste que llamaba, la danza del borracho. Danza popular griega, había dicho. Nunca supimos si era cierto. Comenzaba con los brazos en alto, chasqueando los dedos. Dos pasos abriendo el pie derecho: un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco. Círculo. Avance y retroceso: salto. Alguien colocaba siempre un vaso con vino en el suelo, que él levantaba con los dientes, sin tocarlo con las manos, bebía ávidamente su contenido, y era luego la base sobre el que giraba apoyado en su pie derecho, con un equilibrio inestable. Daba gusto verlo en ese mundo suyo, inaccesible. Regresaba de el con ganas de hablar, o de decir cosas - que no siempre es lo mismo.
Fue después de uno de esos momentos, si mal no recuerdo, cuando sacó la botella de cognac del armario -porque el buen cognac necesita la penumbra, como el amor, dijo-, y comenzó a servir en nuestras copas. En silencio. Dejó que cada uno hiciera según su parecer. Todos bebieron desaprensivamente. Menos yo. Recuerdo haber cubierto mi copa con la mano en señal de negación porque estaba tomando vino blanco y no quería mezclar, cuando nos refirió la historia:
-- Hace veinte años que guardo esta botella. Hoy la sirvo con ustedes.
-- Buen tiempo -creo haber dicho.
-- Es la que dejó mi viejo al morir -contestó.
Entonces extendí mi brazo para que sirviera mi copa también.
Su voz se hizo susurro para contar anécdotas. La noche, casi mañana.
-- Tanto me reía con él que nunca pensé que se moriría de puro fracaso. De tanta derrota - Dijo, para quedarse callado como siempre.
Después de aquella noche nunca volvimos a verlo.
Prefiero imaginar que está en alguna parte cerca de las montañas y el mar. Vestido eternamente con un jardinero azul -porque azul no tiene domingo-. Descalzo, caminando por la playa con el agua hasta los tobillos, mientras un setter irlandés corre a su lado. La mirada perdida en el horizonte. Triste de heridas como acequias, o, tal vez, esté bailando su danza haciendo equilibrio sobre un vaso en otro lugar distante: los brazos en alto chasqueando los dedos. Un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco. Un, dos, cruce punta y taco... Giro… Salto…
sábado, 11 de julio de 2009
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario